miércoles, 1 de diciembre de 2010

SAN BORONDON


         A la tía Jose la habían bautizado como Josefina, pero decidió que la llamáramos Jose, cuando notó que el “fina” lo iba perdiendo conforme ganaba kilos. Pasaba de los 120 y eso que la faltaba una pierna. Mi hermano Carlos y yo siempre quisimos pesarle la otra, para ver cuanto podía llegar a pesar en total, pero ella nos decía que no quería quitársela pues la había llegado a tomar cierto cariño y temía dejársela olvidada en cualquier rincón. Carlos y yo sabíamos perfectamente como la había perdido pero nos encantaba escuchar sus historias, que en ocasiones cuando nos daba contestaciones así, y se quedaba tan fresca, nos dejaba boquiabiertos. En la época en que perdió la pierna ella vivía en las Islas Canarias, donde había emigrado siguiendo a un novio que una vez enrolado en un buque mercante, nada más volvimos a saber de él. Unos años después volvió para visitar a los abuelos y allí se quedó para ayudarlos pues ellos ya eran mayores. Cuando papá fue llamado para hacer la guerra, donde desapareció sin que nadie supiera si andaba vivo o muerto, nosotros nos mudamos a la casa de los abuelos, donde pasé los mejores años de mi vida. Era una casa grande de dos plantas, donde hasta la luz se perdía, por eso casi todas las habitaciones eran oscuras.

         En las tardes de verano a la hora de la siesta las mujeres salían al porche que daba al jardín a coser y Carlos y yo nos escondíamos tras las grandes pilistras para escuchar sus conversaciones. A veces eran aburridas pero en otras ocasiones teníamos que hacer grandes esfuerzos para no reírnos o enmudecer nuestras expresiones de asombro. Una tarde mamá le pidió a tía Jose que no nos calentara la cabeza con sus historias sobre marinos e islas que no existían y tía Jose contestó que si era mejor que creciéramos pensando en padres perdidos en una guerra que nadie entendía. Mamá se enfadó “eres una solterona que vive de recuerdos inventados sin bajar de las nubes”, le gritó mamá, “envidiosa” contestó la tía, entonces las dos gritaron hasta que la hermana muda de la abuela, que también vivía con nosotros, golpeó el suelo con su bastón y ambas se sentaron y siguieron cosiendo en silencio, rumiando sus pensamientos. Desde entonces valorábamos más sus clandestinas historias, contadas a oscuras en los dormitorios, en el hueco de la escalera o detrás de las pilistras, pero sobre todo a escondidas de mamá. Aprendimos a diferenciar el sonido del bastón de la hermana muda de la abuela, del de las muletas de la tía Jose, para poder avisarla que todavía no nos habíamos dormido y pasara así a contarnos otra de esas historias que hacían volar nuestra imaginación infantil hasta límites infinitos.
-          Tía cuéntanos otra vez la historia de cómo perdiste tu pierna.- Pidió Carlos un día que mamá salió con las dos abuelas a comprar panecillos blancos y leche en polvo de contrabando. Yo adoraba aquella historia y era casi capaz de contarla a la vez que ella y con sus mismas palabras. Pero prefería escucharla en silencio mientras me adormecían el susurro de sus pensamientos.
-          Yo, en aquellos entonces, era una joven moza en edad casadera,- así empezaba siempre la historia de la pierna perdida,- que había salido huyendo del abrigo del abuelo para perderme en el desaliento de un novio que nada quiso saber de mi.

Yo imaginaba a la tía con setenta kilos menos, las dos piernas y una figura como las de las chicas que salían en los anuncios de Soberano, pero siempre fui incapaz de ponerle cara, a ese chulo que dejó a mi tía sola en una isla desconocida para ella. Pero como siempre se acordaba de decirnos después de lo de “porque yo siempre me he enamorado como una loca pero nunca he llorado por un hombre” y antes de lo de “y por eso hice mías las siete islas conocidas y aquella a la que muchos ni siquiera se atreven a ponerla nombre”, a ella “nunca se la ponía nada por delante y salió de la tristeza en los brazos de otro hombre".
-          Así que un día, mientras yo esperaba en el puerto como tantas tardes a mi novio fugado, bajó un marinero de un barco y me dijo “que estrella se habrá apagado hoy en el cielo que la luna ha perdido su sonrisa”. Me dio un bombón y a partir de ahí fuimos amigos. Cada lunes yo recibía en mi casa una caja de bombones. Miraba los papeles de colores brillantes donde siempre ponía su nombre Elgorriaga.

Mi tía llamaba a aquel señor, que nosotros adoptamos como tío para que tuviese una familia conocida, Gorriaga, porque decía que el artículo, sólo lo lleva el palo de la escoba y la pata de la cama.
-          Y por fin un día me dijo que dejaba su sueño de toda una vida porque había algo en tierra que le hacía imposible alejarse de allí. Unas semanas después me dijo que tenía una sorpresa para mí. Cuando llegamos al puerto, el intenso sol se reflejaba en el casco blanco de un precioso velero. Deseé con los puños y los ojos cerrados que esa fuera la sorpresa y cuando pude ver el nombre de la placa me quedé petrificada. “Este es el sueño para el que llevo ahorrando toda mi vida, te presento al Santa Josefina”. Cuando el viento hincho las velas y el sol se reflejó en la arboladura, hicieron de la vela mayor la vela más blanca que jamas había visto.

>>  Al principio navegábamos guiándonos por la costa y cuando calló la noche nos guiábamos por las estrellas. Yo le veía manejar el sextante y las cartas náuticas; buscaba la estrella Polar, Altaír y Vega, hacía sus cálculos mediante la altitud y su posición y así sabía donde estábamos. Para mí era todo un misterio. Y por más que él se empeñara en explicarme yo no conseguía entenderle. De pronto una noche el cielo se cubrió de arena. No veíamos nada, que no produjera nuestra imaginación. En unas horas llegó el viento para llevarse la arena pero lo que trajo fueron unas olas enormes que bailaban a varios metros sobre nuestras cabezas. Habíamos recogido las velas y yo, mareada como un ratón en un barril de ron, me balanceaba de babor a estribor sin poder ayudar en nada. -Tengo que aclarar que cuando mi tía contaba las historias de sus novios siempre utilizaba términos marineros para meternos en la historia.- Entonces intenté agarrarme al palo mayor según llegaba de un paseo por la proa, pero la botavara me golpeó en la cabeza haciéndome caer al agua. Un momento después al Santa Josefina se lo tragó una ola. Por la mañana amanecimos en una playa trozos del forro del barco, el foque y parte de mí.

En aquellos entonces mi madre ya se había encargado de romperme todas mis ilusiones, contándome que la tía Jose jamás había estado en aquellas islas, que siempre había estado gorda y que la pierna se la habían cortado por culpa de la gangrena después de que la atropellara un carro cuando era solo una niña. Pero yo seguía amaneciendo tirado en la playa junto a ella cada vez que oía esa historia.
-          Aquella isla, llamada San Borondón, jamás existiría para nadie más,..., que para mí.- En esa frase su voz siempre se quebraba un poco y necesitaba tomar un poco de aliento para no soltar la lágrima que debía permanecer colgada en el lagrimal hasta el final de la historia.- Como me explicaron después, me habían dejado llegar allí, porque había sido la única persona capaz de sobrevivir a los colmillos del tiburón que custodiaba la isla, en la pelea solo había perdido mi pierna, pero me había ganado la posibilidad de vivir en el paraíso a cambio de un precio que jamás me revelarían. Porque la isla de San Borondón, es un paraíso con palmeras tan altas que rascan la barriga de las nubes y una arena tan blanca que en ocasiones daña los ojos, pero depende de nosotros mismos que siga siendo así.

>>  En aquella isla vive el espíritu de cada uno de nosotros y allí vamos a parar después de nuestra muerte, los que en vida se lo han ganado. Nadie puede verlos porque nadie jamas ha estado allí. En aquella isla sólo vive San Borondón, que fue quien cuidó de mí hasta que las heridas de mi pierna cicatrizaron por si solas. Cuando el sol brilla todos los espíritus salen a jugar con los rayos del sol, bucear con los delfines y corretear por la playa volando cometas invisibles como ellos. Y pueden oírse sus risas y ver sus pisadas aparecer como por arte de magia sobre la arena blanca. Sin embargo cuando uno de nosotros hace el mal, una nube negra cubre toda la isla, y una tormenta como la que me llevó allí, descarga miles de litros de agua y los espíritus no pueden salir a jugar. Por eso cuando nos portamos mal luego nos sentimos tristes por dentro, porque nuestro espíritu se aburre. Además hacemos que los demás sufran también, porque sus espíritus deben aguardar a que escampe, para poder jugar con nosotros.

Esta era la moraleja del cuento pero a pesar de que nosotros la conocíamos perfectamente ella siempre nos la explicaba con pelos y señales.
-          El caso es que una noche mientras dormía en la playa, en una hamaca que me había hecho con el foque, se levantó una gran tormenta de aire. El foque sobre el que dormía, que no pudo olvidar que había sido vela, se hincho haciéndome volar por los aires, y llevándome de vuelta a casa. No tuvieron tiempo de cobrarse ese alto precio del que me hablaron por sobrevivir al naufragio, pero siempre desee saber que habría podido yo pagar en aquellas circunstancias. Del pobre Gorriaga nunca más volví a saber, sin embargo las cajas de bombones seguían llegando, quizás desde el fondo del mar. Nadie creyó mi historia y yo jamás pude encontrar la isla de nuevo, por eso volví a casa cuando el abuelo enfermó. Ya nada me retenía allí. Sin embargo los bombones empezaron a llegar a esta nueva dirección, de la que Gorriaga nada sabía.

Desde el primer día que oí esa historia, no pude entender porque la gente no había creído a mi tía. De acuerdo que cueste un poco creer que el foque no se hubiera olvidado de que había sido vela, que los espíritus fueran invisibles y sus pisadas aparecieran en la arena y sobre todo que Gorriaga siguiera mandándola bombones desde el fondo del mar,..., Pero si mi tía lo había visto es que existía.  Quizás exagerara un poco algunos detalles, como que las olas bailaran a varios metros sobre su cabeza o como que las palmeras acariciaran la barriga de las nubes, pero eso era sólo su forma de contarlo. Cuando mamá me dijo que la tía jamás había salido de casa de los abuelos empecé a ver algunas grietas en la historia, pero aún así me encantaba escucharla y guardé el secreto para que Carlos no sufriera la crueldad de mamá como la había sufrido yo.

Nunca había vuelto a pensar en aquella historia de la tía pero hace unos días tuve la suerte de que mi barco tomara puerto en una de las Islas Canarias. Las historias de la tía volvieron a mi mente y hace un rato tuve que detener mi paseo, al escuchar a un viejísimo mendigo que contaba cuentos a los niños a cambio de unas monedas en la plaza de Santa Ana, donde hasta las palomas se habían parado a escuchar.
-          Tardé tres semanas en llegar a allí. Y al cuidado de un viejo santo me curé de mis heridas. No había tenido tiempo todavía de acomodarme a mi ceguera para salir en busca de mi amada cuando la vela sobre la que descansaba se hincho por efecto de viento y me trajo aquí de vuelta. Ya hace muchos años de aquella historia. Pero no me moriré antes de conseguir volver a aquella isla, donde perdí mi vista, un brazo y lo que más valía, mi gran amor.
-          ¿Cómo es la isla de San Borondón?- Pregunté, y mis palabras hicieron que el viejo se detuviera un momento a pensar.
-          Es un paraíso donde pueden oírse las risas de los niños a todas horas. Las palmeras son tan altas que rascan la barriga de las nubes y la arena es tan blanca que hace daño en los ojos.
-          Pero si tú eres ciego ¿cómo puedes saberlo?
-          San Borondón no aparece en los mapas, ni en los libros, pero si cerramos los ojos todos podremos verla. San Borondón es una isla que todos llevamos en nuestro interior, es como nuestra conciencia y de nosotros depende que sea algo bello como el paraíso o algo horrible como la isla de las tempestades. Así como tú la veas, así es la isla de San Borondón, y así será tu interior.

Me detuve un momento y me quedé mirando a aquel viejo con grietas horadadas en su rostro y ojos blancos y ciegos derretidos por el sol. Solo unas pobres monedas descansaban sobre su caja vieja de bombones. Saqué los pocos billetes que tenía en mi cartera y se los puse en la mano.
-          Toma Gorriaga, pero a ella ya no la encontrarás allí.

Su mano se aferró a mi brazo con fuerza y permaneció en silencio, perdido en sus recuerdos. Con la otra mano acarició mi cara y su respiración se aceleró con cada gesto. Los niños se levantaron del suelo y siguieron con sus juegos, pues como ya conocían la historia de memoria, sabían que había concluido. Las palomas echaron a volar y allí nos quedamos solos, agarrados el uno al otro y a nuestros buenos recuerdos. Por fin él me preguntó.
-          ¿Volveré a verla?
-          Si, te lo aseguro, volverás a verlas,..., a las dos. Cuando llegues a San Borondón ella te estará esperando.


 Autora: Nuria L. Yágüez



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