miércoles, 10 de agosto de 2011

DE VUELTA A CASA

        Hoy y aquí empieza mi viaje de vuelta a casa. He pasado un mes en este país de grandes contrastes y vuelvo a casa con los ojos llenos de quimeras. Debo admitir que me voy de aquí muy a mi pesar y con lágrimas  en las mejillas. Pues me ha dado tiempo a soñar y despertarme y sobre todo darme cuenta de que adoro este país. Me voy jurándome a mi mismo, que volveré algún día a este maravilloso lugar y me quedare a vivir.

Miro por la ventanilla de mi autobús y mis ojos pasan por inmensos campos de cultivo. Grupos de hombres de distintas razas riegan el campo con su sudor. Senegaleses, guineanos, marroquíes, africanos en su gran mayoría trabajan las tierras por un mísero sueldo inestable que no les da más que para sobrevivir. No tienen casas. Sólo tienen sueños que en muchas ocasiones no llegarán a ser cumplidos. Sus espaldas mojadas brillan por el efecto del sudor bajo el abrasador sol del verano. Pero eso no le importa a nadie. “Es normal, para eso se les paga” dice la gente de esta tierra. Pero lo dicen porque no son sus manos las que encallecen, no son sus riñones los que doloridos, cuando la luna sale, reposan sobre colchonetas malolientes hacinadas en el suelo. No fueron sus familias las que tuvieron que guardar moneda a moneda el dinero necesario, para que su hijo o su hermano se jugase la vida en una patera abarrotada, para llegar aquí. Solo dicen “es normal, para eso se les paga”.
Cuando me venga definitivamente a vivir les ayudaré con eso.

        Si una de esas personas de aquí, trabajaran esa misma tierra, cobrarían cuanto menos el doble de lo que ellos cobran, tendrían una seguridad social, un horario más razonable, y cuando llegaran a sus casas, descansarían en una cama bajo un techo limpio y pintado. Pero “es normal, para eso se les paga”.

        Mi corazón se rompe viéndolos trabajar. Comprendo perfectamente lo que sienten. Yo si soy capaz de verlo. Reconozco el dolor de las heridas en sus manos, la añoranza y la soledad de sus corazones. Siento como mías muchas cosas que no están a vista de otros. Y que ellos no contarán por orgullo. Sus miradas huidizas cuentan lo que ellos quieren, que los demás sepan. Pero la gran mayoría de ellos sienten compasión de si mismos cuando se miran a un espejo. Yo me he parado a escuchar sus lamentos y he hecho mías muchas de sus desgracias.

        He sacado algunas conclusiones de nuestras conversaciones. Pero hay algunas que me llegaron al alma. Viajo con varios de esos trabajadores y hace algunos momentos mi compañero de asiento me contaba su visión de esta situación.
- Muchos años atrás los blancos iban a mi país y se llevaban a nuestros antepasados por la fuerza, para hacer el mismo trabajo que ahora hacemos nosotros. No les pagaban mucho, pero les daban una casa, comida suficiente y trabajo para toda la familia, durante toda su vida. Ahora sin embargo tenemos que pelear entre nosotros para conseguir un día de trabajo. Entonces no estaban tan mal vistos como ahora. Tenían alguien que sacaba la cara por ellos aunque fuera el mismo que los obligaba a trabajar. Muchos azotaban sus espaldas si no trabajaban ahora azotan nuestros corazones porque queremos hacerlo. Trabajaban la tierra de otros, por un mísero sueldo que no daba más que para ahorrar unas monedas, pero tenían sus necesidades cubiertas. Ahora, dime la verdad ¿En qué ha cambiado la situación? En el fondo seguimos siendo esclavos. La diferencia está en que ellos lo hacían a la fuerza y nosotros ahora pagamos mucho dinero a un mafioso, para ser esclavos. Pero esclavos de una fantasía.
- ¿Esclavos de una fantasía?- Preguntó el guineano que iba detrás de nosotros.- Yo no soy esclavo de nada, ni de nadie.
- Si, eso es lo que somos. Antes de los blancos nuestros antepasados vivían en chozas de paja y barro. Cuidaban de sus familias, de sus animales y de sus tierras. Ignoraban lo que había más allá del mar. Eran pobres y felices. Entonces llegaron los blancos, se llevaron muchas de nuestras riquezas y nos dejaron muchas de sus enfermedades, como la codicia y los sueños de grandeza. Nos enseñaron que se podía vivir mejor. Nos metieron nuevos ideales en la cabeza. Y cuando nos ponemos en marcha para conseguirlos nos desprecian y nos los niegan por el color de nuestra piel. Ellos no tuvieron ningún reparo en ir a nuestras tierras y matar a nuestros animales, llevarse nuestra gente y lucir victoriosos en sus casas y museos, lo que nos arrebataron.

Ahora entiendo lo que quiere decirme. Esclavos por el color de la piel. Esclavos de los sueños de otros. Esclavos. Mientras hablaba ha roto a llorar y yo le he acompañado. Sin embargo, el del asiento trasero, ha visto la cruda realidad y se está revelando contra ella.
- No lloréis. Nosotros somos más que ellos. Obliguémosles a que paren el autobús y huyamos.
- Ellos están armados y nosotros no.- Le digo tratando de apaciguarle.
- ¡Cállate negro!- Me grita.- Yo no pienso volver. He pagado mucho dinero por estar aquí, he arriesgado mi vida en una patera, me han puesto la miel en los labios y no voy a irme sin probarla. No quiero volver a pasar hambre. Aquí no tengo nada pero allí tampoco. En mi pueblo no me espera nadie.

Al oír esto mi familia vuelve a mi recuerdo. Todo lo que luchamos para conseguir que hoy estuviera aquí. Ellos lo vendieron todo. Los dos palmos de tierra que nos tocaba a cada familia en el reparto de tierras y las tres ovejas herencia de nuestros abuelos. Todas las tallas de madera que mi hermano había hecho. Se quedaron sin nada esperando que yo les pudiera mandar algo. No puedo volver con las manos vacías y ver la decepción en sus ojos. Aún puedo ver a mi madre, como si fuera hoy, haciendo las nueve marcas sobre la tierra, la décima debía de ser yo quien la hiciera a mi vuelta, pero todavía es muy temprano. Recuerdo su cara de tristeza, sus gritos de lamento y sus ojos llorosos cuando regaba las huellas que dejaban mis pies mientras salía de casa. El abrazo de mi hermano cuando nos despedimos en el coche que me sacó del pueblo está latiendo en mi pecho. No puedo defraudarle, debo abrirle el camino para cuando le llegue su hora.

        Me tapo la cara con las manos y rezo a Dios. Ayúdame Alá. Ayúdame hoy. Se que no debo pedirte nada pero entiende que me sea difícil aceptar esta dura prueba que me has puesto. Se están poniendo las cosas feas, mis compañeros se están revelando ante la idea de volver y todos saltan y golpean las paredes. El furgón policial se ha parado y oigo gritos. Tengo mucho miedo.

Cuando consigo abrir los ojos descubro horrorizado que varios compañeros han salido corriendo y otros han subido al techo del furgón. Yo no me atrevo a moverme del sitio pero nadie se acerca a mí. Varios policías corren a campo traviesa, en busca de los que consiguieron escapar. Las piernas no me sujetan y tiemblo, pero no sé si es efecto del frío o del miedo. Consigo ponerme en pie y salgo del furgón. Hay varios policías que gritan a los del techo mientras ellos, en su desesperación, se golpean las cabezas contra la chapa que hay bajo sus pies. Lloran y suplican mientras se lamentan de su mala suerte. Hay cámaras de televisión y muchos coches.

Quiero correr pero tengo miedo de ser descubierto porque todavía nadie ha reparado en mí. Doy un paso atrás y miro el barullo que hierve por todas partes. Hay mucho ruido pero yo solo escucho los latidos de mi corazón. Doy otro paso atrás y una de las chicas que sujetan la cámara me mira. Sin embargo aunque ella me mira a mí, el objetivo no se aparta de los que gritan sobre el techo del furgón. Nuestros ojos se miran un momento pero yo no puedo mantenerla la mirada. Entre tanto revuelo el mundo parece haberse detenido en sus ojos. Doy otro paso atrás mientras la miro y ella no se mueve. Pienso que debería echar a correr pero el miedo atenaza mis músculos. Ando un poco más sin darla la espalda. No puedo entender que los mismos policías que antes nos vigilaban con tanto recelo, ahora no reparen en mí. Mi corazón va a estallar y mi respiración se acelera cada vez más. Doy un paso más, lentamente y ahora el autobús me sirve de parapeto por lo que los policías no puede verme, pero ella sí. Me agacho entre los matorrales mientras nos seguimos mirando. Ahora no puedo apartar la mirada de la suya y no se cual de las dos refleja más nerviosismo.

Señala con un dedo en una dirección, y sin saber porque echo a andar a gatas entre los matorrales, hacia donde ella me ha indicado. Sin embargo ahora no puedo parar. Corro despavorido entre los matorrales junto a la carretera. Atravieso un campo de olivos pero aquí estoy al descubierto y tengo miedo. Me detengo un momento pues mi pie desnudo sangra de nuevo, me arranco el palo con el que me pinché, y entre la carne sonrosada sale sangre roja, muy roja, tanto como la de ellos. Y una mano blanca, muy blanca, me agarra fuertemente por el hombro.
- Está aquí.- Grita mientras yo sigo rezando con los ojos cerrados.- ¿Porqué no te presentas a las olimpiadas? ¿Sabes lo que ha costado alcanzarte?.- Consigo levantar los ojos y por fin la veo. Es ella. Su cara está colorada más que sonrosada y respira trabajosamente.- No tengas miedo, voy a ayudarte. Sólo te pido una cosa a cambio, cuéntale tu historia a mi cámara.- Me gustaría saber que me dice, pero su sonrisa me da la tranquilidad que había perdido.- ¿De acuerdo? Me dice mientras me tiende su mano.
- Pan.
- ¿Tienes hambre?
- Hambre.- Son las únicas palabras que sé en su idioma, pero me han sacado de algún que otro apuro. Creo que ella me enseñará más. Su sonrisa me lo dicho. Ahora lo sé.



 Autora: Nuria L. Yágüez


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jueves, 19 de mayo de 2011

CONFESIONES

“De pequeño fui un niño triste, de adolescente problemático, de adulto iba camino de convertirme en asesino.”

Así empezaba el diario con el cual intentaba perdonarse sus pecados. Amancio siempre había sabido que algo no andaba bien en su cabeza. Nunca pudo encontrar algo que le asemejara a los que le rodeaban y por eso dejó pronto de compararse.


Estaba en un vagón del metro, repleto de gente, mirándoles discretamente, serio y sin expresión alguna en su cara. Cualquiera hubiera dicho que era otro autómata más en su rutina, de vuelta a su hogar, después de una dura jornada de trabajo. Pero no era así. Cuando trabajaba siempre viajaba en coche, el metro solo le tomaba para elegir a sus víctimas. Luego las seguía, disfrutaba recreándose en estos momentos. Primero desde lejos, luego dejándose ver, y por último atemorizándolas. El sabía lo que pasaba por su cabeza, pero su víctima lo estaba descubriendo en ese momento y a veces la imaginación humana es capaz de dar más miedo que cualquier asesino.


Amancio no quería saber nada de ellas, no las investigaba, la elección era más visceral y si después no podía terminar su trabajo, por lo menos había disfrutando atemorizándolas, pero cada vez quería más. Estaba empezando a no conformarse con el miedo.


Fantaseaba con matar y estaba a punto de convertirlo en una realidad, eligió a la víctima, la siguió de cerca.
Miraba sus caderas contoneándose y algo se movía en su interior, se sentía poderoso. Ella, inconsciente de lo que podía suceder, cruzó por el parque. La noche estaba oscura. El frio y la neblina hacía que las farolas reflejaran un halo blanco a su alrededor. Su melena resuelta se movía a cada paso. Amancio metió la mano en su abrigo y noto la empuñadura de su cuchillo. Se acercó más a ella y una rama seca se partió bajo sus pies.

Ella se dio la vuelta rápidamente, mirándole con los ojos como platos, y esbozó una sonrisa con la mano en el pecho.
-          Disculpe caballero es que me asusté. Pensé que venía sola y al escuchar el ruido, pensé algún depravado me siguía. Pero, ¡uy por Dios, qué vergüenza!– él no había abierto su boca.- ¿Podría acompañarme hasta el final del parque para sentirme más segura? –El echó un paso al frente, y ella le cogió del brazo. Se sentía incómodo con el cuchillo en el bolsillo.- ¡Gracias! Pensará que soy una boba atrevida, pero es que me he asustado realmente. - Sintió que ahora era él el que temblaba.-  Así me siento más tranquila.- Dijo ella apretando su brazo.

En ese momento supo que no podría matarla. Supo que se había enamorado perdidamente y caminaron del brazo el resto de noches que le quedaron de vida, que fueron muchas. Nunca fue consciente de que ese diario, realmente le había perdonado sus pecados, y le había otorgado una vida llena de amor, que nunca había conocido.



 Autora: Nuria L. Yágüez


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jueves, 5 de mayo de 2011

DOCE INVITADOS A MI MESA


 Abraham Dispuso todo  tal  y  como  le habrían ordenado. Estuvo aireando el salón azul desde muy temprano para quitarle el olor a cerrado y quitó las sábanas blancas, que protegían los muebles del polvo añejo. Limpió meticulosamente hasta el último rincón y sacó brillo a los candelabros de plata inglesa. Colocó las velas rojas en la misma disposición que al señor le gustaba, la más alta en el centro y las demás colocadas a lo largo de la mesa decreciendo en altura. Puso las rosas, doce como siempre, en el jarrón de cristal y plata que el señor hizo traer desde Venecia. Ya por la tarde abrió las tres mejores botellas de vino que el señor conservaba en su bodega y lo sirvió en las escanciadoras de cristal para que respiraran. Trajo la leña necesaria para mantener la chimenea durante todo el día y la encendió para ir caldeando el ambiente. Extendió el mantel de lino, sobre la larga mesa de madera, e inspiró con fuerza el olor a plancha reciente. Colocó las copas de cristal de Murano y dispuso platos y cubiertos como mandaban los cánones.

Cuando todo estuvo dispuesto con la exquisitez de la que Abraham siempre hacía gala, se concedió el lujo de sentarse en el sillón de piel marrón de su señor, cosa que nunca antes había hecho y miró con tristeza todos los preparativos. Le invadió una gran nostalgia y aunque su rostro no se permitió mostrar sus sentimientos, su corazón se inundó con su amargo llanto.

Nunca se concedió un lujo. Nunca se tomó unas vacaciones. Y un solo día faltó a sus quehaceres, en los 45 años que llevaba sirviendo en aquella casa, cuando le tuvieron que poner un audífono, porque ya no era capaz de escuchar las llamadas de su señor. Y se sintió mal por ello.

Nunca se permitió sentir. Nunca se le oyó decir una palabra que alguien no esperara que fuera dicha. Una sola lágrima había rodado por su mejilla desde que dejó la infancia atrás para ir a trabajar con su señor. Una sola lágrima. Una sola demostración que le recordó que lo que latía en su interior era un corazón. Una sola lágrima que cayó sobre su pecho en el entierro de su señor y sonó como un golpe de tambor por el vacío que esa muerte dejaba en lo más profundo de su ser. El era la imagen más parecida a la amistad que había conocido.

Todo el dinero que había ahorrado, en tantos años de trabajo, lo dio por bien empleado en mantener por si sólo aquella casa, que su señor le legó tras su muerte, tal y como había permanecido desde que la conoció.  Ahora once meses después tenía todos los preparativos para la cena que su señor celebraba todos los años el 1 de noviembre desde hacía once años. Sin embargo ese año nadie acudiría a la cena pues él no tenía a nadie a quien invitar. Suspiró y sintió que con el suspiro perdía la energía que le había acompañado durante toda su vida.

Hizo un último esfuerzo y se levantó, encendió las velas y con sumo esmero sirvió la cena en los 12 platos. Cuando iba a abandonar el salón escuchó una voz a su espalda.
-       Gracias Abraham todo está perfecto.

Abraham se dio la vuelta y vio a su señor tal y como le recordaba. Vestido con la elegancia que aquella cena requería y apoyado sobre su bastón.
-       Señor ha sido un placer, como siempre.- sentenció Abraham sin una muestra de asombró en su rostro.
-       ¿No te sorprende verme aquí?
-       No esperaba menos de usted. Desde hace diez años nunca faltó a esta cena. ¿Por qué este año iba a ser menos? Lo que siento es no haber invitado a nadie.
-       Diez años celebrando la misma cena, el mismo día. Un servicio más a la mesa cada año. Jamás viste llegar a ningún invitado pero sabías que siempre se terminaba con todo lo que habías preparado. ¿Nunca te preguntaste como o porqué?
-       Yo no estoy aquí para cuestionar sus actos. Si usted lo disponía así sus razones tendría.- Abraham respondió con la elegancia de la que siempre hacía gala.
-       Desde hace diez años, el día de todos los santos invito a la cena a un muerto que se haya merecido sentarse a nuestra mesa. Imagínate, muertos ilustres, muertos desconocidos, muertos venerados, muertos de tercera, muertos de hambre, todos sentados a la misma mesa. Es fantástico. De esta forma formalicé mi amistad con diez amigos que me prepararon el camino para poder sentarme hoy a la mesa, como uno de ellos, y disfrutar de la cena.

Abraham, fiel a sus costumbres no se cuestionó la explicación de su señor, porque nunca lo hizo. Sencillamente echó cuentas, diez más uno once.
-       Disculpe señor, entonces creo que he cometido un error, si las cuentas no me fallan sobra un servicio, pues los invitados serían once.
-       No Abraham- dijo el señor poniéndole la mano sobre el hombro- este año hay una excepción porque dos han sido las personas que merecieron sentarse a esta mesa. Así que por favor haznos los honores y siéntate a la mesa con nosotros.

Abraham no comprendía, entonces volvió la cabeza y reparó en su cuerpo sin vida sobre el sillón de piel marrón de su señor. No se cuestionó nada, pues no era su costumbre, no se otorgó el beneficio del sentimiento, porque nunca antes lo había hecho, sencillamente se sentaron a la mesa y disfrutaron de la cena.





 Autora: Nuria L. Yágüez



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domingo, 13 de marzo de 2011

ENTRE TU Y TO



         No podría soportarlo por más tiempo y así se lo estaba haciendo saber a Juan cuando llegamos al garaje. En la oficina todos se estaban volviendo locos por momentos y la tensión iba en aumento. Desde que se había extendido el  rumor de la reducción de personal, todos parecían trabajar a marchas forzadas. Todos estaban siempre demasiado ocupados buscándose ayudantes para dejar claro que ellos eran imprescindibles en sus puestos y era los demás los que tenían tiempo de sobra. Y si hasta ese momento no habían ayudado a nadie, habían estado perdiendo el tiempo de la empresa. Pero ahora eran los ayudantes los que estaban de trabajo hasta las cejas, sin tiempo para abrir su boca y los responsables los que se pasaban el día intentando arreglar la situación de la empresa, con reuniones inútiles donde se hablaba y hablaba sin llegar a sacar nada en claro.

Yo no paraba de hablar y Juan escuchaba atentamente todos los comentarios, los detalles y las réplicas de los comentarios con estoicismo y en silencio. Aparcó el coche y fue sacando las bolsas una a una repartiéndolas entre las cuatro manos. Yo las cogía sin dejar de criticar a Sandra y a  Marta a las que había pillado en la sala del café criticando a la secretaria del jefe por hablar por teléfono, cuando ellas en lugar de hablar por teléfono lo hacían bis a bis. Cuando llegamos al buzón Juan lo abrió sin dejar de escuchar como las críticas habían pasado al departamento de ventas por la mala gestión del material de oficina, pues si estaban buscando recortar el presupuesto podíamos empezar por no malgastar en papel de la impresora, en horas de uso de internet con motivos personales, en incontables llamadas absurdas a teléfonos móviles, etc y tal vez así, echarían a una persona menos. Recogió el correo y fue metiendo las cartas entre sus dientes y tirando la propaganda a una de las bolsas de fruta, se detuvo en una carta y después de darle varias vueltas me la puso bajo el brazo. Justo cuando protestaba por la cantidad de cambio que habían hecho en la decoración de los pasillos. Al abrir la puerta soltó todas las bolsas en el pasillo y desapareció tras la puerta del baño.
-      Y luego se pasan el día criticándose unos a otros en lugar de hacer cosas más útiles,...,- dije levantando el volumen para no dejar de hablar.
-      Un momento cariño que no puedo aguantar más, ahora sigues.

Salté por encima de las bolsas para conseguir llegar a la cocina. Al dejar las bolsas tomé la carta preguntándome porque me la había dado a mí en vez de abrirla él como siempre hacía. Y al mirarla detenidamente reconocí inmediatamente la letra. No la abrí enseguida. Había hablado tanto que las palabras todavía retumbaban en mi mente, pero yo ya no estaba allí. La visión de esa letra me había trasladado a otros momentos vividos muchos años antes. Era como una recesión en el tiempo, diez años atrás. La di una vuelta y otra y no había duda, era tu letra. Cuando Juan salió del baño me miró tranquilamente mientras se comía una manzana.
-      ¿Qué pasa? ¿De quien es?

-      De Sara.- Dije con la seguridad de que él sabría a quien me refería.

-      ¿Y qué dice?
-       No lo sé, aún no la he abierto.- A mí la llegada de tu carta me había dejado paralizada pero él seguía danzando por la cocina guardando la compra y dando grandes mordiscos a la manzana. 

-      ¿A que esperas?- Suspiré, la dejé sobre la mesa y empecé también a guardar las cosas que habíamos comprado, sin poder responderle.

Pasé la vista sobre las palabras de aquel sobre cerrado unas cuarenta veces durante la cena sin poder moverlo de donde estaba. Había esperado esa carta tantísimo tiempo que ahora ya no sabía si quería leerla o no. Había esperado tantas veces noticias de ti, y te había echado tanto de menos que ahora no estaba segura de querer volver a las andadas. Toda la elocuencia que me había acompañado durante la tarde se tornó silencio, por aquella dichosa carta.
-      ¿Qué pasa? ¿Qué piensas?- Preguntó Juan.
-      En nada.
-      En algo pensarías.- Dijo tratando de elevar su tono de voz sobre el atronador silencio. Notó que no podía apartar la vista de la carta y él mismo le dirigió una mirada.
-      No pensaba en nada.- Se dio cuenta enseguida y se apartó del tema.
-      ¿Nos vamos a la cama? El día ha sido muy largo.- Yo también me di cuenta de lo que él proponía.
-      Ve tú, voy a recoger un poco la cocina, no puedo dejarla así.- Suspiró y los dos dimos el tema por zanjado. Nuestra relación había llegado a un punto donde las palabras directas se hacían innecesarias. Dejó su servilleta doblada sobre la mesa y me besó dulcemente antes de irse a dormir.
-      Te quiero ¿Lo sabes?- sonreí como respuesta pues estaba claro que lo dos lo sabíamos.
-      Buenas noches amor.
-      No tardes o mañana estarás cansada.

Entonces nos quedamos allí, y a solas, tu carta y yo. Tú y yo.

Volví a mirarla y vinieron a mí, recuerdos no muy recientes. De hacía algo más de diez años. De aquella época en que aprendimos juntas a vivir. Entonces, nada se interponía en nuestro camino. El mundo era demasiado grande para nosotras pero en nuestras mentes, solo estábamos tú y yo. Entonces no éramos, ni lo que ellos decían, ni lo que nosotras creíamos, éramos solamente tú y yo. No había curvas ni espirales, todo era sencillo. Nuestro mundo estaba lleno de personas, pero para nosotras, solo estábamos tú y yo. Éramos la misma persona en dos cuerpos diferentes. Solo estábamos tú y yo. Pero ahora me pregunto dónde quedó aquel tiempo. Ahora pienso porque desaparecieron aquellos años en los que solo estábamos tú y yo. Que lindo recuerdo, tú y yo. Hoy daría mi brazo derecho por una amistad como esa.

Volviendo al presente puse la mano sobre la carta todavía cerrada. La di un par de vueltas más entre mis dedos y por fin la abrí. La carta estaba cuidadosamente escrita con una esmerada letra redonda. En papel antiguo, con pluma estilográfica en un sobre amarillento sellado con lacre rojo y el sello con tus iniciales. Como toda la vida habías hecho, te habías tomado tu tiempo en preparar el ataque. Habías cuidado cada detalle, para parecer más delicada que yo. Si, ya lo sabía y no hacía falta que me lo recordaras. Yo siempre había sido más sencilla. Sentía, y tal y como sentía, actuaba. Tú, por el contrario, actuabas como hubiera actuado una princesa.



Hola Nuria ¿Cómo estas?

Te preguntarás que hago escribiéndote y es lógico, pero a veces creo que es mejor hacer lo que a uno le sale del corazón.

También es posible que sea demasiado tarde para nosotras (o quizá nunca sea tarde) en definitiva, todo viene porque el sábado, abrí la caja de cartas antiguas y destapé la caja de Pandora, me di cuenta que te recordaba con tanto cariño que no podía dejar pasar esta ocasión. El mismo cariño con el que recuerdo a otras personas y que desgraciadamente hoy no puedo escribirlas.

Pensé en llamarte pero deseché la idea porque me sería muy difícil expresarte lo que siento y probablemente tu te preguntarías “¿a que viene esto?”.

Mi vida ha cambiado mucho, supongo que la tuya también, es probable que ni siquiera recibas esta carta pero prefiero intentarlo.

En fin, si piensas como yo a pesar del tiempo y crees que valdría la pena vernos esta es mi dirección...

... Sigo trabajando en el mismo sitio.

Me encantaría tener noticias tuyas, aunque si no te apetece lo entenderé.

Besos

Sara





Tu caligrafía no había cambiado, tu mismo estilo, tu misma esencia. Seguías siendo tú. Tras esas palabras seguía apareciendo la misma chica fresca, alegre y divertida, que un día fuiste, pero también la pulcra y casi calculadora. Eran pocas las palabras que intentaban convencerme de un nuevo encuentro, porque la seguridad en ti misma, te hacía suponer que yo accedería enseguida. Sin embargo, no me dejabas un resquicio por donde huir. Me dabas la dirección de tu casa, tu teléfono personal, la dirección de tu trabajo, tu teléfono directo, tu dirección de e-mail, tu número de fax,...,  Y volvías a poner la responsabilidad en mis manos.

Mi vida también ha cambiado mucho, pero en esencia ha cambiado mi forma de verla y vivirla. De momento no supe que sentir pues la rabia cegó mi vista. Te había despreciado tantas veces, te había culpado tantas veces de haber tirado mi corazón por tierra, que ahora no podía aceptar que me dijeras lo que me decías, que me apreciabas y me sigues apreciando. No podía aceptar que me pasaras la bola dando la vuelta a la tortilla, porque yo estaba segura de no querer recoger ese testigo que me tendías. En un principio, ni siquiera estaba dispuesta a mirar si me lo ofrecías, y había accedido, pero ahora estaba segura de no querer aceptar tu propuesta. Tú volvías dispuesta a demostrarme que era yo la que no había hecho nada por salvar nuestra amistad. Pero estabas equivocada. La dejadez que me invadió en aquellos días era una tabla de salvación. Volví a meter la carta en el sobre y la tiré sobre los restos de comida. No podía permitirme el lujo de volver a sufrir por ti. Antes de seguir sintiendo me fui a la cama a dormir. Dejando la cocina tal y como estaba.

Un mes había pasado en el que poco a poco fueron volviendo a mí, recuerdos de entonces. Yo me negaba a revivirlos pero se colaban en mis sueños y horadaban mi alma. A veces te encontraba oculta entre mis conversaciones y entonces me reprendía a mi misma por dejarte entrar en mi vida de nuevo. Fueron tantas las experiencias que juntas vivimos,..., Formaban parte de mi y eso no podía olvidarlo. En una ocasión leí en algún sitio que el hombre que olvida su historia corre el riesgo de cometer los mismos errores. Quería olvidarte pero ahora me preguntaba si habías sido un error en mi vida o el error lo cometimos al apartar nuestros caminos. ¿A qué venía ahora escribir esta carta, como si siguiera siendo tu mejor amiga? ¿Tal vez te encontrabas sola? ¿Tal vez intentabas recobrar antiguas amistades porque no tienes otras? ¿Tal vez tenías un profundo y tremendo dolor en tu alma y necesitabas una mano amiga que te ayudara a comprender que la vida es más de lo que a veces parece? Volvió a mí el recuerdo de nuestro distanciamiento y te aparté de un plumazo de mi mente. No podía ni imaginar, si así era, que vinieras a pedir ahora, aquello que me negaste tajantemente cuando yo lo necesité.

     Siempre te había culpado a ti y supongo que de la misma manera tú habrás encontrado motivos suficientes para apartar de ti toda sombra de culpabilidad. Cada una tendrá su versión de los hechos donde con seguridad, se encontraran pocas coincidencias. Pero pienso que ha pasado demasiado tiempo como para entender la causa. No es momento de encontrar culpables, es momento de buscar un nuevo cruce de caminos. No podía entender porque estaba sintiendo esto. Por que estaba planteándome una nueva oportunidad. Después de lo que me hiciste no te la mereces. Pero así es la vida y así soy yo. La seguridad guía tus pasos pero la duda rige mi vida. Me maldije por haberme desecho de la carta. Todavía tenía un resquicio por donde buscar. Me habías dicho que seguías trabajando en el mismo sitio. Buscaría el teléfono y te llamaría allí.

No tardé en encontrarlo. No resulto difícil, una simple llamada a información me guió hacia aquel cruce de caminos. Pero entonces comprendí que no era tu teléfono lo que necesitaba. Era valor.

Hoy he cogido el teléfono y he marcado los primeros números. Siento que me ahogo. He dudado y opto por depositar el auricular sobre la horquilla con cuidado. Suspiro profundamente tratando de recuperar la serenidad perdida. No puedo creerme que una simple llamada me esté costando tanto trabajo. ¿Será porque recuerdo tanto dolor como amistad? ¡Y cuánto te quise Sara! Por más que lo intentes nunca alcanzarás a imaginarlo. Me tiembla el pulso y se me ha acelerado la respiración. Miro los papeles de mi mesa como si en ellos fuera a encontrar las palabras oportunas. “No sigas un guión, improvisa, me digo a mi misma, ella habría seguido una infalible estrategia, tú eres simplemente tú y sigues tus pasos”. Vuelvo a descolgar y marco todos los números de un tirón.
-      Dígame.- No puedo creerlo, es tu voz. Me aparto el teléfono de la oreja como si pudieras verme por la línea telefónica. Es estúpida mi reacción, pero esperaba que fuera otra persona la que contestara al aparato. Cuando me lo vuelvo a acercar a la oreja, sigues repitiendo.- ¿Hola? ¿Hola?

Justo en este momento comprendo que diez años son demasiados. Que un motivo como el que originó nuestro distanciamiento hubiera resultado suficiente para convertir el punto y aparte, en un punto y final. Ahora se que diez años, después de aquello, son insalvables para cualquier persona, pero también siento que diez años después de tanto amor no son nada y el dolor sigue estando en mi alma. Me encuentro aquí, escuchándote sin nada que decirte. Me siento estúpida por no poder siquiera contestarte, pero siento que el tiempo y las circunstancias habrán moldeado nuestros caracteres de forma diferente, y será imposible volver a encontrar aquella inseparable amiga del alma que un día fuiste. Hoy tú serás tú y yo seré yo, ya no existirá un tú y yo, si no un tú y un yo. Ya no habrá nada de aquello que un día nos mantuvo unidas, y los recovecos de nuestras almas que un día encajaban a la perfección se habrán ido erosionando de forma diferente. Mientras mantengo todavía el auricular pegado a mi oreja, cuelgo delicadamente con la otra mano, despacito para que no escuches que me estoy yendo. Siento algo que me oprime el alma pero por primera vez, después de mucho tiempo, estoy contenta de haber hecho algo con total convencimiento.

No me juzgues mal. No pienses que he sido cobarde. Yo sé valorar el hecho de que hayas dado un primer paso al escribir esta carta. Pero también hay que ser muy valiente para decir “basta”. Quiero que seas realista y comprendas que ya no hay nada que hacer. Tal vez si esta carta hubiera llegado antes,..., Tal vez, pero nunca se sabrá. Trata de ser feliz, yo siempre valoraré esta carta por encima de todas las cosas que de ti recuerde. Ahora cerraré el sobre, pondré un sello y esperaré que hayas comprendido todas y cada una de las palabras que aquí te he puesto.



 Autora: Nuria L. Yágüez







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jueves, 3 de marzo de 2011

EL BAILE DE LOS COBARDES

No hubo un ruido, ni una pesadilla. Esta noche había conseguido dormir bien pero mis ojos volvieron a abrirse mucho antes de que el despertador sonase. Los números en verde iluminados sobre la oscuridad total de la habitación lo confirmaron. Eran las cuatro de la mañana y mis ojos se negaron a volver a cerrarse. Algo andaba mal en mi cabeza y yo sabía perfectamente que era eso que torturaba mi mente y más concretamente mi conciencia. Me incorporé en la cama y prendí un cigarrillo. No podía dejar de pensar en ti. Obsesionabas mi mente.

         Tengo que aclarar que en algún momento había llegado a sentir algo por ti, aunque no tenga muy claro que había sido. Tal vez una inmensa gratitud, tal vez lástima, simplemente amistad. No lo sé. Quizá no sintiera nada y mi mente se viera obligada a pensar que hubo algo. No sé que pasó, pero ahora tengo claro que el amor no fue lo que me impulsó a unirme a ti. Ahora me veo obligado a poner fin a esta situación que no quise empezar. Me siento mal porque sé que tu me amas con la ceguera del amor verdadero. No se como hemos llegado aquí pero tenemos que terminar con esto.

         Los números verdes alertaban de la incipiente llegada de la mañana y aún no sabía como decírtelo. Me sentí solo. Cuando alguna noche me despertaba y al abrir los ojos te veía aquí, tumbada al lado derecho de mi cama, me gusta verte dormir. Me gusta ver tu pelo sobre mi almohada, tu cuerpo desnudo, tus curvas desdibujadas en la penumbra. Acompasar mi respiración a la tuya, relajada, rítmica, sin perturbación alguna. Sentirte mía. Podía pasarme horas enteras mirándote. Tal vez sea solo eso lo que pretendo, tal vez solamente necesite tu compañía. Tal vez. Pero todo el que se acerca a mí termina sufriendo y tú eres demasiado débil para aguantarlo. Sé que vas a pasarlo muy mal y no te merezco. El caso es que no sé porque pienso todo esto. Si no siento nada por ti porque trato de protegerte. En otras ocasiones ha sido más fácil. Un adiós, si lo hubo, terminó con muchas de mis relaciones anteriores. Pero ahora es distinto.

         Siento que es tu amor infinito el que me asusta. Cuando tus ojos me miran, brota amor de ellos, y eso me impide acercarme a ti. Algo me grita “¡HUYE!”, desde lo más profundo de mi ser. Y entonces no puedo más. Me siento sucio por continuar con esta farsa, haciéndote pensar que yo también te quiero. Siento un miedo atroz de que despiertes del cuento que tienes montado en tu mente. De ese cuento que yo te hice creer. No puedo enfrentarme a ti, a tu delicado amor, a tus mimos, a tu desmesurado cuidado por buscar siempre las palabras que yo quiero oír. Me agobias. Quiero estar solo y poder sentirme solo. Necesito hundirme en el lodo de la autocompasión, como he vivido siempre. No estoy acostumbrado a ser feliz y creo que tu amor puede llevarme muy cerca de este sentimiento.

         Hace semanas que te demuestro que no te quiero. No atiendo tus llamadas. No te llamo nunca, y cuando vienes a verme me muestro apático y desagradable. Pero tu pareces no darte cuenta y me tratas con más amor que antes. No estoy en tu mente, pero creo que debes pensar que estoy deprimido por algo y tienes que ayudarme a superarlo. Como si lo viera. Me gustaría poder discutir contigo y que me mandes a paseo, pero cuando inicio la bronca, terminas dándome la vuelta como si no fuera contigo. ¿Es que no tienes dignidad?

         El sol entra ya por mi ventana y me siento más cansado que cuando me acosté. Cansado física y psicológicamente. Ha llegado el momento, hoy pondré fin a este ilógico amor. Voy a decir basta. Te diré que no es nada personal, que me he sentido feliz a tu lado pero que tu mereces algo mas que todo lo que yo pueda ofrecerte nunca. Tu te mereces alguien que te quiera. Alguien que te dé el mismo amor cálido que tu ofreces. Y que yo no puedo darte. Jamás podría hacerte feliz. No tengo los mismos sentimientos que tu, ese amor limpio, esa sinceridad absoluta, esa necesaria ingenuidad. Son sentimientos que nunca he conocido. Yo estoy hecho de una pasta diferente. Yo me aprovecho de la gente, y a ti te amo demasiado como para abusar más de ti. Por eso quiero que salgas en busca de ese príncipe azul que siempre perseguiste  y que tu te mereces. ¡Búscale!. Ten paciencia y búscale por que al final lo encontrarás.

         Oigo que se abre la puerta, y cuando salgo compruebo aunque ya lo sabía que eres tú. Hoy estás preciosa. Irradias esa sensación de vitalidad que siempre te acompaña. Hueles al perfume de jazmín, que yo te regalé, y que nunca te gustó usar. Yo, sin embargo, aún no me he duchado, ni me he afeitado, me siento como un cerdo en un banquete de boda.
. Hola.- Me dices con frescura y me dejas un tímido beso colgando de los labios.- He traído chocolate con churros porque sé que te encantan.- Y continuas tu camino hacia la cocina.
- Ves preparándolo.- Te digo sin más- Yo me voy a duchar.



         Este chico es un zoquete pienso mientras pongo el chocolate en las tazas. Estoy harta de él. Ayer quedamos claramente a las diez de la mañana y todavía no se había levantado. Me crispa los nervios. Pero será por poco tiempo. Cuando salga le voy a armar una escena, a ver si reacciona de una vez. Esto empezó como un simple rollo, y últimamente parecemos un matrimonio de lo más convencional. No puedo con ese desánimo suyo. He sabido desde un principio que esta relación no iba a ningún sitio pero ahora no se como decirle que paso de él.

         Ya me lo avisaron mis amigas, “salir con tío mayor que tú termina por aburrirte”, pero él en un principio iba de tío legal. Ahora, sin embargo, parecen haberle caído los años encima. Odio tener que estar siempre esperándole. Es como si saliera con la liebre del cuento. Va de liebre, pero lleva dentro una tortuga. Paso de seguir así. Antes me ponía mucho, siempre estabamos haciendo algo diferente. Salíamos de viaje, íbamos a sitios distintos, salíamos por la noche, nos emborrachábamos juntos. Pero últimamente el único sitio que vemos son las cuatro paredes de su casa. Empiezo a agobiarme. Me he vestido como a él le gusta y me he puesto su perfume, le traigo su desayuno preferido y todo sin saber porque. Quizá trato de endulzarle un poco el mal rollo de escuchar  lo que vengo a decirle. “Vamos a dejarlo ¿Vale?”

         Hay algo que me lo impide y no sé que es. Pienso que es por que está solo en el mundo y cuando le diga que paso de su rollo va a deprimirse mogollón. Ultimamente debe intuirlo y está hecho polvo. Eso me ralla cantidad. A su edad uno no sale del bache así como así. Me acojona mucho que se le vaya la hoya y eso me echa para atrás. Tal vez, le diga que él necesita una persona que le comprenda más que yo. Que sepa darle esa serenidad que él necesita, porque yo estoy demasiado loca como para estar a su lado. En realidad me gustaría que fuera él quien se diera cuenta, porque yo siempre lo hago así. Cuando me canso de un tío empiezo a ser yo misma y terminan mandándome a paseo. Es mi forma de dejarlo, porque me acojona que empiecen a decir que me quieren y que podemos intentarlo de nuevo. No hay nada que me parezca más patético que un tío suplicando a una tía.

Y el caso es que debería pirarme sin más. Cambiar de número, al fin y al cabo que sabe él de mi vida, más que mi teléfono y el numero de matrícula de mi coche. Siempre nos hemos visto en su casa, nos hemos movido en mi coche y hemos terminado en su cama. Si cogiera la puerta y me pirara, cambiara de móvil y vendiera mi coche, no podría encontrarme jamás. Sería mucha casualidad, que un día nos encontráramos en la calle, pues vivimos en barrios diferentes, pero después de esto no creo que se parara a saludarme. Es cojonudo. ¿Cómo no lo había pensado antes?. Me piro.

Te dejo las llaves sobre la mesa blanca y planto mis labios junto a ellas dejando la huella de mi carmín. Salgo sin hacer ruido de la cocina y justo cuando paso junto a la puerta del baño sales tu. No sientes pudor de que te vea desnudo. De acuerdo que nos hemos acostado muchas veces y conocemos el paisaje de nuestros cuerpos de memoria, pero esto es diferente. Quizá sea yo quien lo vea diferente porque acababa de tomar la decisión de dejar de ser esa que tiene derecho a verte desnudo por la casa sin ruborizarse. La verdad es que tu cuerpo no deja ver los años que tiene tu mente. Estás como un tren y me detengo a mirarte una vez más.

Te quedas mirándome fijamente. Parecemos dos pasmarotes en medio del pasillo. Yo me he quedado cortada porque me has pillado mientras huía. Pero ¿Y tú? ¿Qué miras? ¿Por qué me miras como si me vieras de nuevo después de una vida sin verme? Te acercas a mí y me besas en la oreja. No puedo soportar que un hombre me bese en la oreja. Me pone cardiaca y lo haces porque lo sabes. Trato de calmarme y mantengo mi mente fría como lo estaba hace tan solo un momento. Pero tu insistes. Termino por echarte los brazos al cuello y te beso ardientemente en la boca. Te estás emocionando y sé que no podremos parar. O salgo ahora mismo corriendo por la puerta o terminaremos de nuevo en tu cama. Me coges en brazos y me metes en tu dormitorio. Sé que se me ha hecho tarde. Pero no pasa nada tengo tiempo.

Hacemos el amor salvajemente como a ti y a mí nos gusta. Hacemos todo ese tipo de cosas que están vedadas a la vista de los demás. Todas las diferencias que nos separan hacen de este un amor oculto tras una cortina. O simplemente por no caber en las mentes planas de la gente que el amor es libre, y con plena libertad ha de hacerse. No creo que nadie comprenda porque estamos juntos, a veces ni yo misma lo comprendo, pero cuando estamos en la cama se aclaran muchas de mis dudas. Ahora lo que no comprendo es porque quería irme. En realidad te adoro. Nadie en el mundo podría jamás complacerme como tú lo haces. Sabes en cada momento lo que quiero y simplemente me lo das. Cuando necesito un poco de independencia, pareces comprenderlo y dejas de llamarme; cuando necesito que me ames, creo comprender para qué se hizo el mundo y cuando simplemente necesito saber que estás ahí, te muestras discreto a mi lado, sin hablar, casi apático, haciéndome comprender que sigues a mi lado para cuando yo te necesite. Te amo. Por que el amor es eso saber compenetrarse en todo momento.




Me miras desde el otro lado de la cama, desde tu lado derecho. Siempre te duchas mientras me fumo un cigarro, pero esta vez no. Te estás recreando en tus pensamiento y me pregunto que piensas. No dejas de mirarme y sonríes como una tonta. Adoro tu sonrisa y pienso como he podido pensar que nunca te he amado. Además no sé quien soy yo para tomar decisiones sobre tu vida. Has estado fantástica y eso es signo de que estás a gusto a mi lado a pesar de mi mal humor. Ahora me siento el hombre más feliz del mundo. Ahora lo tengo claro. Ya sé que es eso que tanto me atrajo a ti. Tu dualidad. Me pregunto como puedes perder esa timidez tuya cuando se apaga la luz y se iluminan nuestros corazones. Nunca terminaré de conocerte. A veces pienso en cuanto tardaría en olvidarme de ti si llegáramos a romper. Pensé que no menos de doce días, ni más doce meses, pero ahora comprendo que tardaría doce vidas.





 Autora: Nuria L. Yágüez





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