Un día colgaron un cartel a las puertas de una de las comunidades espirituales más importantes del lugar. En el mensaje se aseguraba, “si eres merecedor de entrar en esta comunidad hoy ganaras la paz espiritual y el descanso eterno.” Muchos fueron los que hicieron cola pero no todos los escogidos para entrar en la comunidad.
Llegado el momento un mendigo y un hombre adinerado llegaron a la vez a la puerta. El mendigo llamó primero.
- Hola hermano- saludó el gran maestro al mendigo al abrir la puerta roja que daba paso al templo- ¿Qué bien has hecho en la tierra?
- Más bien poco Maestro – dijo el mendigo- Nunca trabajé pues como soy un borracho nadie ha querido emplearme nunca, no cuidé a mis padres pues murieron jóvenes, no alimenté a mi mujer ni a mis hijos, pues nunca tuve. Eso si, el día que como,..., guardo algo de mi plato para este perro que me acompaña y que me deja arrimarme a él las noches de frio. En realidad no se hacer nada, por tanto nada hago, solo pido en la iglesia algunos días para tratar de comer.
- Muy bien hijo, que gran corazón, veo que has sido merecedor de entrar a formar parte de los elegidos. Pasa y yo mismo lavaré tu cuerpo, curaré tus pies, agasajaré tu estómago y me encargaré de tu paz espiritual.
Después le llegó el turno al viejo adinerado, que viendo que ya estaba cerca el final de sus días, eso de ganarse la paz eterna empezaba a interesarle de una forma especial.
- Hola hermano- saludó el maestro al adinerado anciano al abrir la gran puerta de madera labrada, que daba paso al templo- ¿Qué bien has hecho en la tierra?
- Mucho maestro, mucho.- Empezó a relatar el anciano con ansia de enumerar tooodas las buenas acciones, que él consideraba había hecho en la tierra.- Empleé a dos personas para que cuidaran a mis padres cuando no lo pudieron hacer por si solos, no una señor, dije dos. Conservé la gran fortuna de mis padres dando trabajo a muchas personas del pueblo, para que no decayesen sus bienes. Cuando mis ropas pasaban de moda me aseguraban que se repartieran entre los pobres, así vestí de hombre a muchos humildes. Cada año me aseguraba de que un tanto por ciento de mis ganancias fueran entregadas a la iglesia, y cada día que iba a misa le daba unas cuantas monedas al mendigo que entró antes.
- Lo siento hijo, pero todavía no eres merecedor de entrar en esta comunidad.
- ¡¿Cómo?!- protestó enérgicamente el adinerado personaje. ¿De modo que yo que he cuidado de mis padres, alimentado al pueblo, vestí a pobres, lucré a la iglesia y di limosna al mendigo no puedo ganarme la paz eterna y ese mendigo que lo único que hizo fue dar huesos y pan duro a un perro, vas a tratarle como a un rey?
- Si hermano, claro que si. Tú no te encargaste del cuidado de tus padres, no limpiaste sus cuerpos con tus manos cuando no pudieron hacerlo, tal y como ellos hicieron antes contigo. Le diste trabajo a otros para que siguieran dando beneficio a la enorme fortuna de tus padres, con la cual te quedarás solo tú, pero que hoy sigue en el banco. Le diste la ropa que no querías a los pobres,..., pero nunca le comparte un abrigo al que pasaba frío. Le diste a la iglesia un tanto por ciento de lo que otros te hicieron ganar,..., pero nada tuyo. Y le diste al mendigo las sobras de tus sobras, pero nunca te preocupaste de que comiera caliente o durmiera en blando y bajo un techo. El sin embargo se quitó la comida de la boca para alimentar a un semejante,..., otro vagabundo. Si hermano, él hoy dormirá en mi propia cama y comerá mi pan, tú todavía puedes comprar tu paz espiritual y aprender que el dinero no hace más compasivo a nadie. Hasta el perro fue más humano que tú, pues le daba compañía y calor al mendigo, cuando ni en la calle lo hacía.