sábado, 25 de diciembre de 2010

CUENTO DE NAVIDAD

Quiero aclarar una cosa antes de contar mi historia, y es que nunca me he sentido alguien especial. Soy un tipo corriente, con un trabajo corriente que un día tuvo un momento de inspiración y en ese instante se sintió grande e importante. Pero todo me vino rodado. Un niño necesitaba ayuda y yo estaba en el sitio correcto en el momento oportuno. Pero sobre todo vestido de la forma adecuada. Sin embargo todavía estoy pensando quien ayudó más a quien, si yo al niño o el niño a mi.

Siempre había trabajado en la UVI de un hospital grande, en una ciudad grande. Allí terminé mis estudios, realicé mis practicas y empecé a trabajar. Pero no era mi sitio. Yo había nacido en un pueblo pequeño del cual salí para estudiar. Allí había dejado mi hogar, mi familia, los paisajes que imprimieron mi carácter solitario, mis amigos y mi novia. Todo aquello que añoraba, mientras estuve lejos de allí. El caso es que cuando saque mi plaza en las oposiciones del Insalud, la presión que esta soledad ejercía sobre mi, me llevó a solicitar un puesto en el pequeño centro de salud de mi pueblo. Así podría estar más cerca de todo aquello que tanto extrañé.

Al principio todo fue maravilloso, volver a ver a mis padres y besar a mi novia significó una felicidad sin límites. Pero con el tiempo todo volvió a la normalidad y entendí que algo había cambiado en mi. En aquella tremenda ciudad pasabas desapercibido, nadie te conocía pero el llegar al hospital y ayudar a que toda aquella gente volviera a sonreír, hacía que me sintiera bien conmigo mismo. Sin embargo en el pueblo todo era al revés. Por la calle todo el mundo te saludaba, todos te conocían, pero la gente llegaba enferma al centro de salud y se iba enferma. Después se curarían en casa pero yo no podía verlo. Así un día tras otro. Lo único que me sacaba de la rutina eran los avisos domiciliarios, y las visitas a ancianos que no podían acercarse al centro. Sin embargo seguía viendo gente enferma, no tan grave como la del hospital pero enferma al fin y al cabo.

A mis padres y a mi novia no les podía decir que me estaba cansando de estar allí. Pero ellos notaban que algo pasaba. Yo siempre achacaba mi desánimo a enfermedades imaginarias, al continuo cansancio, a no dormir lo suficiente y seguía disimulando. Mis amigos que algo sabían trataban de animarme y aconsejarme, pero ahora lo que extrañaba era el continuo ajetreo del hospital. Ahora echaba de menos un caso grave y emocionante, donde realmente pudiera sacar lo mejor de mi. Aquello para lo que tanto me había preparado. Porque eso era lo que yo pensaba de mi profesión hasta mi llegada al pueblo. Pensaba que era emocionante.

Los cinco primeros meses pasaron rápidamente y tras ellos llegó la navidad. Era la noche de nochebuena y yo había quedado con mi novia en disfrazarme de Papa Noel para dar una sorpresa a sus sobrinos. Terminamos con las consultas y sólo quedábamos en el centro de salud, el médico de guardia y yo. El preparaba la mesa pues en una hora llegaría su mujer para cenar con él. Eran las primeras navidades que pasaban juntos y yo me hice el remolón con el disfraz para insistir en mi ofrecimiento.
- Venga Carlos vete a casa. Vosotros tenéis un motivo para montar una fiesta y yo necesito una excusa para escaparme de la mía.
- No seas tonto,- se negó él - verás como al final te lo pasas bien. Sólo tienes que proponértelo. Pero con convencimiento.

En esas estábamos cuando ante la puerta apareció una figura femenina aporreó la puerta y suplicó con la mirada que abriéramos. No iba lo suficientemente abrigada para el frío que hacía pero parecía acalorada. Tenía ojos de haber llorado, pero sobretodo lo que me llamó la atención fue su cara de preocupación. Su rostro reflejaba una gran tensión.
- ¿Qué pasa?- Preguntó Carlos antes de abrir. Pude ver sorpresa en su rostro. Pero no entendía porque no abría. Vale que era una noche en la que cualquiera que esté de guardia desea que no vaya nadie pero el rostro ensangrentado de la señora decía necesitar ayuda.
- Abre Carlos. - Le dije sin obtener la menos respuesta.
- Por favor ayudarme.- Quité las manos de Carlos que permanecían aferradas aún a las llaves, abrí y pregunté.
- ¿Qué necesita señora? ¿Qué ha ocurrido?- Dije apartándole el pelo de la frente sin ver de donde salía toda aquella sangre.
- No soy yo, es mi hijo. Su hermano le ha tirado por las escaleras y tiene una brecha enorme en la cabeza, creo que un brazo roto y Dios sabe cuantas cosas más.

Salí corriendo hacia el coche y al llegar un niño blanco y otro negro me miraban atónitos y con la cara ensangrentada desde el asiento trasero. Era como un anuncio de beneton llevado a la realidad. Su sorpresa era mayúscula y no entendía porque. La mujer había hablado de hermanos y esos niños mostraban grandes diferencias a simple vista. Yo debía ser el más sorprendido. Pero no me paré a pensar cogí al niño negro que era el que mostraba claros síntomas de ser el más dañado. Carlos seguía mirándome desde el quicio de la puerta.
- ¡Carlos ayúdame! - En ese momento reaccionó y me quitó al niño de los brazos, que seguía mirándome con los ojos como patos y la barbilla pegada al pecho. Tenía lágrimas derramadas por las mejillas pero en ese momento no lloraba, sencillamente me miraba sonriendo.
- ¿Qué tienes bonito?- Le pregunté al que quedaba dentro del coche.- ¿Puedes andar?.- Pero el niño no contestó. Me miraba con ojos de desconfianza.- ¿Qué pasa? No voy a hacerte daño solo voy a curarte, esa herida. ¿Puedes andar?.- Dije mientras alargaba los brazos hacia él y me vi las mangas rojas del disfraz. Entonces comprendí su cara de asombro. ¿Qué hacía aquel viejo bonachón en un centro de salud?- No tengas miedo, soy Papa Noel.- Dije sonriendo preguntándome que podría estar pensando. Pero era su expresión la que más me preocupaba pues no era de sorpresa, ni de emoción. Me miraba como si yo fuera el culpable de lo que acababa de pasarles. La crispación se reflejaba en su expresión. La madre había pasado con Carlos y allí me encontraba yo intentando convencer a un niño de que no tuviera miedo de mi. - ¿Pero que pasa ningún niño teme a Papa Noel?
- ¡Eres idiota!- Gritó el niño.
- Pero bueno, ¿a qué viene eso?
- Idiota, idiota, idiota, no entiendes nada.- En eso tenía razón no entendía que hacíamos allí con esa conversación mientras el seguía sangrando por la cabeza. No entendía porque aquel niño no hacía más que insultar a Papa Noel, cuando todos los niños le quieren. ¿Sería que no llevaba la barba y había descubierto que no era más que un impostor? ¿Sería que acababa de saber que la ropa que llevaba no era más que un disfraz de Papa Noel? - Gordo cabezón. No entiendes nada.

Mientras hablaba con él había examinado la herida y me aseguré de que no era de importancia. Me daría unos minutos más para convencerle de que viniera conmigo y si no lo conseguía me lo llevaría a la fuerza.
- ¿Podrías explicarme que es lo que no entiendo?





 Autora: Nuria L. Yágüez





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